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lunes, 28 de febrero de 2011

La chica de la que se enamoró el tiempo.

Cuando era pequeña, mi abuela siempre me contaba una historia mientras esperábamos a que se tostaran las galletas. Decía que era joven aún, pero que no debía de pensar solo en príncipes azules y princesas afortunadas.

Se sacudía el delantal y se sentaba en una silla detrás de mí mientras me trenzaba el pelo con sus arrugadas manos. Y entonces, empezaba a hablas sobre un príncipe y una princesa muy diferentes.

Porque cuando él quiso darse cuenta, ya era tarde.

Había caído en manos de la estupidez humana, del único sentimiento capaz de reunir la rabia, el dolor, el cariño, la bondad, el egoísmo, la pasión, la serenidad, la lujuria y el altruismo en si mismo. La locura. El miedo. La tenacidad. Las ganas de cambiar.

El amor.

El tiempo se había enamorado y su ser se desgarraba como nunca lo había hecho.

El tiempo era implacable.

Pero ahora se sentía débil e incapaz.

El tiempo siempre había estado allí.

Pero ni guerras, ni hambrunas o extinciones de los seres más maravillosos le había provocado tanto dolor.

El tiempo se perdía en las horas observándola escondido entre los libros. Vagamente recordaba lo que al mundo le ocurría, pero era capaz de memorizar cada minuto que pasaba con ella.

Su pelo era largo y rojo. La obligaban a llevarlo sujeto para que no se viera el color claramente, pero cada vez que se lo soltaba brillaba libre y se ondulaba alrededor de su cuello con el viento.

Era de piel tostada, con millones de pecas en las mejillas, y el tiempo, tenía tanto para malgastar, que se pasaba cada tarde contándolas.

Cada noche ella tocaba una melodía dulce de flauta.

Cada noche el tiempo se detenía para escucharla.

Mi abuela nunca me contó que problema había en que el tiempo se enamorara. Cada vez que yo se lo preguntaba, ella sonreía y se apartaba de mí, poniéndome como escusa que se le quemaban las galletas.

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